domingo, 8 de enero de 2017

Leonel Buter



Hay quienes dicen que la realidad es una hija de puta. Que sin importar las situaciones en que disipemos de nuestra vida a la tristeza y la melancolía sintiéndonos felices y plenos por momentos, la tendencia del pequeño universo que nos rodea es, por momentos, tomar nuestras aspiraciones y deformarlas, desgastarlas o, peor aún, desintegrarlas.

No sabemos en ningún momento lo que sucederá al día siguiente, y esa incertidumbre a veces puede llevar con cierto recelo entusiasta hasta lo sorpresa. ¡Claro que mañana puede ser un gran día! Pero el guion de nuestra vida suele ser caprichoso y muchas veces opta por la crueldad: Dejarnos en la puerta de nuestro sueño para arrebatárnoslo.

 Vayamos a un caso histórico. El 15 de enero de 1985, Brasil celebró sus primeras elecciones tras 21 años de dictadura. En semejante situación emocionante y políticamente bisagra, se proclamó ganador con el 72% de los votos Tancredo Neves, ex gobernador de Mina Gerais, de 75 años. Tomaría posesión del cargo dos meses después. Lo que nadie tenía en cuenta es que Neves, tras esperar toda su vida este momento, tras la campaña incansable, las dos décadas transitadas en dictadura y la victoria aplastadora, caería gravemente enfermo. La vejez, el stress, problemas e infecciones en su abdomen, capricho de su estado que lo dejó moribundo. Jamás llegó a asumir la presidencia: Tras agonizar durante semanas, sería José Sarney quien tomará el rol de líder del ejecutivo mientras Neves luchaba por su vida. Fallecería pocos días después de la asunción de su vice. Murió en el mejor momento de su vida, sin poder disfrutar las mieles de su éxito.


Pasamos al rojo, lectores, para interrumpir el relato de situaciones ajenas a nuestro querido equipo. Porque la historia de hoy es una de esas que duele en lo profundo del sentir independientista, y que nos hace replantear que, si existiese algo que maneja nuestros destinos, este ser puede llegar a ser muy perverso: Sin anestesia, nos puede hacer pasar de acariciar el cielo con nuestras manos a ser escupidos sin previo aviso por la adversidad.

Todos los que estamos aquí hemos fantaseado con pisar el césped del Libertadores de América como jugador de fútbol. Más aun los que ya no tenemos chances de hacerlo, por edad, trabajo, esa panza cervecera que limita cualquier trote o una combinación de todas los factores anteriores. Por eso, más allá de nuestra pasión por el equipo, cada vez que vemos a un pibe entrar por primera vez con la roja estampada al cuerpo le deseamos lo mejor de los éxitos porque cumple el anhelo que no pudimos alcanzar. Es el que llegó, el que puede llevar nuestro equipo a lo más alto. Nos da empatía, hasta orgullo. ‘Suerte, pibe’. Él, que lo logró.


¿Pero acaso todo es llegar? Nada de eso. Porque el pibe se viene deslomando en inferiores no solo para poner un pie en la cancha. Vino acá por la gloria. ¿Por qué no el ser una leyenda? Días, tardes y noches entrenando sin césar, resignando estudios y aceptando la distancia con el hogar, para que el DT le lance una mirada y el cartel de sustituciones dibuje su número en un verde fluorescente. Llegó el primer día del mejor tiempo de tu vida. Pero, desafortunadamente, todo puede ir cuesta abajo. Y eso es lo que le sucedió al joven Leonel Buter.

El 5 de noviembre del 2012, Independiente caía de local por 1 a 0 ante Lanús cuando el técnico Américo Gallego decidió darle rodaje a Buter. El delantero, de 19 años y aclamado goleador del Sub-20 argentino, era una de las más grandes promesas de nuestro semillero. El reloj de la televisión marcaba diez minutos treinta segundos del segundo tiempo cuando Patricio Vidal le dejó su lugar en la cancha. Pero la expectativa y la emoción darían un giro brusco en prácticamente un instante.

Con la 36 en la espalda, el atacante fue a disputar una pelota inquieta a ras del césped con Mario Regueiro. El uruguayo posó pesadamente su cuerpo sobre el de Buter con afán de neutralizarlo e impedir una insurrección ofensiva. El hombro del uruguayo cayó pesadamente sobre el físico del juvenil, desestabilizándolo por completo, cayendo este con la rodilla en punta de manera peligrosamente pesada contra el pasto. Corrían tan solo dos minutos desde su ingreso. Buter se arrastró un poco y acusó un fuerte dolor. Al principio se creía que era por un corte en su ceja producto de la caída. Pero era muchísimo más grave. Él se acababa de romper los ligamentos. Y no necesitó un diagnóstico médico para comprender la gravedad de su situación: Bastó con que intentara ponerse de pie y deambulara, casi cojo, por la cancha, sin querer aceptar el rol que el libreto de aquel partido le tenía deparado a él.

Buter no aguantó más y fue sustituido. Y lloró. Lloró, puteó e inclino su cabeza, en una escena que partió el alma a los espectadores rojos. No tenía consuelo, intentando entender como todo se había ido al demonio en tan solo 120 segundos. Miraba sus piernas. No podía moverse con facilidad. Gallego lo consolaba, lo abrazaba, lo alentaba. Primero como a un jugador bajo sus órdenes. Luego como a un pibe cuyo sueño se acaba de ver atropellado. Porque, en el fondo, no hay respuesta. No hay plan maestro que justifique. No hay final feliz. Y lloramos, claro que lloramos. Porque nos damos cuenta que somos vulnerables. Que somos entes arrojados a un mundo injusto, inentendible y que avanza con o sin nosotros.


Al otro día el sol sale de nuevo y las heridas comienzan a cicatrizar. Hoy Buter juega en el Olmedo de Ecuador y sigue a Independiente de manera fiel y apasionada por su Twitter. En ese lugar, donde en aquella jornada fatídica escribiría furioso “Voy a salir de esta. ¡La puta madre, Dios!” hoy se encarga de alentar al equipo y contarnos sus vivencias en aquel país. Porque la vida continuó y Buter también. Y le mandamos un abrazo. Uno bien grande. Uno de esos que se les da a un amigo en un momento bisagra. No es lástima. No es melancolía. Es empatía. Porque todos fuimos lesionados por la frustración en algún momento. Y claro que lloramos. Pero también, a la fuerza, crecimos.  

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