Hay quienes dicen que la realidad es una hija de puta. Que
sin importar las situaciones en que disipemos de nuestra vida a la tristeza y
la melancolía sintiéndonos felices y plenos por momentos, la tendencia del
pequeño universo que nos rodea es, por momentos, tomar nuestras aspiraciones y
deformarlas, desgastarlas o, peor aún, desintegrarlas.
No sabemos en ningún momento lo que sucederá al día
siguiente, y esa incertidumbre a veces puede llevar con cierto recelo
entusiasta hasta lo sorpresa. ¡Claro que mañana puede ser un gran día! Pero el guion
de nuestra vida suele ser caprichoso y muchas veces opta por la crueldad:
Dejarnos en la puerta de nuestro sueño para arrebatárnoslo.
Vayamos a un caso
histórico. El 15 de enero de 1985, Brasil celebró sus primeras elecciones tras
21 años de dictadura. En semejante situación emocionante y políticamente
bisagra, se proclamó ganador con el 72% de los votos Tancredo Neves, ex
gobernador de Mina Gerais, de 75 años. Tomaría posesión del cargo dos meses
después. Lo que nadie tenía en cuenta es que Neves, tras esperar toda su vida
este momento, tras la campaña incansable, las dos décadas transitadas en
dictadura y la victoria aplastadora, caería gravemente enfermo. La vejez, el
stress, problemas e infecciones en su abdomen, capricho de su estado que lo
dejó moribundo. Jamás llegó a asumir la presidencia: Tras agonizar durante
semanas, sería José Sarney quien tomará el rol de líder del ejecutivo mientras
Neves luchaba por su vida. Fallecería pocos días después de la asunción de su
vice. Murió en el mejor momento de su vida, sin poder disfrutar las mieles de su
éxito.
Pasamos al rojo, lectores, para interrumpir el relato de
situaciones ajenas a nuestro querido equipo. Porque la historia de hoy es una
de esas que duele en lo profundo del sentir independientista, y que nos hace
replantear que, si existiese algo que maneja nuestros destinos, este ser puede
llegar a ser muy perverso: Sin anestesia, nos puede hacer pasar de acariciar el
cielo con nuestras manos a ser escupidos sin previo aviso por la adversidad.
Todos los que estamos aquí hemos fantaseado con pisar el
césped del Libertadores de América como jugador de fútbol. Más aun los que ya
no tenemos chances de hacerlo, por edad, trabajo, esa panza cervecera que
limita cualquier trote o una combinación de todas los factores anteriores. Por
eso, más allá de nuestra pasión por el equipo, cada vez que vemos a un pibe
entrar por primera vez con la roja estampada al cuerpo le deseamos lo mejor de
los éxitos porque cumple el anhelo que no pudimos alcanzar. Es el que llegó, el
que puede llevar nuestro equipo a lo más alto. Nos da empatía, hasta orgullo.
‘Suerte, pibe’. Él, que lo logró.
¿Pero acaso todo es llegar? Nada de eso. Porque el pibe se
viene deslomando en inferiores no solo para poner un pie en la cancha. Vino acá
por la gloria. ¿Por qué no el ser una leyenda? Días, tardes y noches entrenando
sin césar, resignando estudios y aceptando la distancia con el hogar, para que
el DT le lance una mirada y el cartel de sustituciones dibuje su número en un
verde fluorescente. Llegó el primer día del mejor tiempo de tu vida. Pero,
desafortunadamente, todo puede ir cuesta abajo. Y eso es lo que le sucedió al
joven Leonel Buter.
El 5 de noviembre del 2012, Independiente caía de local por
1 a 0 ante Lanús cuando el técnico Américo Gallego decidió darle rodaje a Buter.
El delantero, de 19 años y aclamado goleador del Sub-20 argentino, era una de
las más grandes promesas de nuestro semillero. El reloj de la televisión
marcaba diez minutos treinta segundos del segundo tiempo cuando Patricio Vidal le dejó su lugar en
la cancha. Pero la expectativa y la emoción darían un giro brusco en
prácticamente un instante.
Con la 36 en la espalda, el atacante fue a disputar una
pelota inquieta a ras del césped con Mario Regueiro. El uruguayo posó
pesadamente su cuerpo sobre el de Buter con afán de neutralizarlo e impedir una
insurrección ofensiva. El hombro del uruguayo cayó pesadamente sobre el físico
del juvenil, desestabilizándolo por completo, cayendo este con la rodilla en
punta de manera peligrosamente pesada contra el pasto. Corrían tan solo dos
minutos desde su ingreso. Buter se arrastró un poco y acusó un fuerte dolor. Al
principio se creía que era por un corte en su ceja producto de la caída. Pero
era muchísimo más grave. Él se acababa de romper los ligamentos. Y no necesitó
un diagnóstico médico para comprender la gravedad de su situación: Bastó con
que intentara ponerse de pie y deambulara, casi cojo, por la cancha, sin querer
aceptar el rol que el libreto de aquel partido le tenía deparado a él.
Buter no aguantó más y fue sustituido. Y lloró. Lloró, puteó
e inclino su cabeza, en una escena que partió el alma a los espectadores rojos.
No tenía consuelo, intentando entender como todo se había ido al demonio en tan
solo 120 segundos. Miraba sus piernas. No podía moverse con facilidad. Gallego
lo consolaba, lo abrazaba, lo alentaba. Primero como a un jugador bajo sus
órdenes. Luego como a un pibe cuyo sueño se acaba de ver atropellado. Porque,
en el fondo, no hay respuesta. No hay plan maestro que justifique. No hay final
feliz. Y lloramos, claro que lloramos. Porque nos damos cuenta que somos
vulnerables. Que somos entes arrojados a un mundo injusto, inentendible y que
avanza con o sin nosotros.
Al otro día el sol sale de nuevo y las heridas comienzan a
cicatrizar. Hoy Buter juega en el Olmedo de Ecuador y sigue a Independiente de
manera fiel y apasionada por su Twitter. En ese lugar, donde en aquella jornada
fatídica escribiría furioso “Voy a salir
de esta. ¡La puta madre, Dios!” hoy se encarga de alentar al equipo y
contarnos sus vivencias en aquel país. Porque la vida continuó y Buter también.
Y le mandamos un abrazo. Uno bien grande. Uno de esos que se les da a un amigo
en un momento bisagra. No es lástima. No es melancolía. Es empatía. Porque
todos fuimos lesionados por la frustración en algún momento. Y claro que
lloramos. Pero también, a la fuerza, crecimos.
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