domingo, 7 de mayo de 2017

Ciencia Ficción: El clásico de los Flynn Paff (Racing 0 - Independiente 2, 2006)

Esbozar, a modo de definición, que el fútbol es un deporte en el cual veintidós jugadores –divididos en dos equipos con once profesionales cada uno- corren detrás de un balón en pos de anotar en la portería contraria, resultaría algo tan básico como afirmar que uno gana porque el otro pierde. El mundo de la redonda sugiere varios factores, in situ o en las adyacencias de su epicentro, que componen y enmarcan lo que realmente transmite.

Las hinchadas sostienen un rol fundamental en ese sentido. La afirmación que indica que la gente también juega su partido es más que valida para poder entender este fenómeno en toda su plenitud. Con cánticos a favor u en contra, colmando las gradas y acompañando a su equipo componen un estandarte primordial en el antes, durante y después de que el balón comience a girar, más aún, si de un clásico hablamos.

El derby avellanedense es uno de los de mayor envergadura en nuestro país. Características como la sumatoria de campeonatos locales e internacionales entre ambas escuadras; la locura que se vive en un ciudad tan grande y pequeña a la vez como Avellaneda; la historia que compone la vida de ambas instituciones y la cercanía abrumadora de sendos estadios, con apenas doscientos metros que dividen colores, simbolismos y una vida de más de 100 años para ambos, son asteriscos que podemos denotar para comentarle a cualquier foráneo sobre el vivir en la semana previa al partido que todos quieren ganar. Porque acá o estás de un lado de la vereda o del otro, aunque a veces las familias tengan componentes con tintes rojos, entremezclados con otros celestes y blancos, típicos de un lugar en donde la pasión inunda desde la bajada del Puente Pueyrredón, hasta el rincón más recóndito de Wilde.

El día 25 de febrero del 2006 no representaría 24 horas más para los nacidos en esta ciudad del conurbano bonaerense. Esa tarde, a partir de las cuatro para ser exactos, diablos y académicos darían rienda suelta al fervor ligado al balón nuevamente. La esquina de Colón y Alsina parecía inundarse de camisetas cuya principal iconología era representada por un escudo de sigla C.A.I. La interjección por donde entraba la parcialidad visitante al Juan Domingo Perón estaba inundada por miles de personajes con remeras de todas las épocas, pero con un denominador en común, envueltos en una nube roja de algún loco que no esperó a entrar para explotar su pirotecnia y con el característico humo proveniente de la parrilla que provee a los fanáticos de comida en la previa y el post al cotejo en cuestión.

Anecdótico, pero no de menor relevancia, será para nosotros el desarrollo y análisis del partido que en minutos estaba por vivirse. El centro de esta crónica radica en el color y el bendito folclore tan característico de nosotros. Ese tiempo, pese a que no dista mucho de la actualidad, nos separa contundentemente en la temporalidad: El local todavía otorgaba las dos bandejas para agasajar a los invitados de turno; Julio Comparada era Presidente del Rey de Copas; Sergio Agüero era un pequeño demonio con altas posibilidades de emigrar hacia Europa; y Diego Simeone representaba a los vecinos en el banco de suplentes, dando sus primeros pasos en la dirección técnica, sin siquiera pensar que en el 2017 sería el candidato número uno para ocupar el lugar que dejó bacante Edgardo Bauza en la Selección Argentina.

La popular y platea visitante del Cilindro estaban colmadas. Más de 15.000 independentistas se ocuparon de copar cada centímetro cubierto por pintura celeste y blanca para sentirse más que locales y volverse torazos en rodeo ajeno. Faltando diez minutos para la verdad, salen del túnel los once elegidos por Julio Falcioni que serán parte de una nueva edición de tamaña disputa. Seguido del cántico más popular en los tablones argentos, pepelitos, serpentinas, bengalas y tirantes representantes de la divisa punzó saltaron al campo de juego, pero con un condimento más nunca antes visto. Uno de esos factores ignotos en el mundo del balompié, que se hizo presente en aquel verano que repartía a los que disfrutaban de los últimos rayos de sol en el mar y los agobiados por el calor de Buenos Aires.

El famoso Flynn Paff era arrojado desde la tribuna para posarse sobre el verde césped a modo de burla para con el rival. ¿El motivo? Una extraña, pero conmemorativa, camiseta que la marca que vestía a R.C diseñó para ellos, con cuadros celestes y rosas superpuestos y que generaron el mote de rosita en la jerga popular. “El que no salta, es un Flynn Paff…”, rezaba el cántico novedoso que bajaba desde la cabecera, con las cámaras de televisión tomando la captura de ese momento y asombrados todos por el recurso curioso para mofarse del eterno adversario.
Foto archivo. Así estaban la calles de Avellaneda.
“Recuerdo que los alcanza pelotas se mataban por agarrarlos”, suma al comentario un espectador presencial de ese momento, que rememora la gesta de ligada a la industria golosinera. “Fue algo increíble porque no había redes sociales. Todo era de boca en boca”, relata el amigo anónimo, destacando la labor de toda la falange, recalcando el vox pópuli, mientras Facebook, Twitter o Instagram dormían en las todavía no ramificadas ideas de sus creadores, en tiempos en donde la computadora tenía como servicio principal al MSN o servía para matar el tiempo con juegos como el Solitario o el Space Pimball 3D.

Como dijimos, desmenuzar los estilos de juego y el resultado no es preponderante, pero es imposible no recalcarlo. Una actuación estelar del Kun depositó a los nuestros en lo alto de la gracia y hundió al oponente, bajo la atenta mirada de los bailes que protagonizó el hoy inmerso en las filas del Manchester City, batiendo en dos oportunidades la valla de Campagnuolo y desatando la algarabía para quienes sostienen la diferencia favorable en el historial.

El final llegó y, con él, la salida de los visitantes primeros, deslizándose por las entrañas del centro hacia la avenida mitre, disfrutando de una nueva victoria, mientras la comida y el alcohol volvían a girar entre los distintos grupitos, que componen a una masa madre. Un dos a cero, con tintes dulces y la descripción del diario Olé como síntesis global de todo lo que pasó: “La hinchada regó el área rival con caramelos: trató a Racing de amargo y lo gastó por la casaca rosa y celeste. Fiesta”.


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