Esbozar, a modo de
definición, que el fútbol es un deporte en el cual veintidós jugadores
–divididos en dos equipos con once profesionales cada uno- corren detrás de un
balón en pos de anotar en la portería contraria, resultaría algo tan básico
como afirmar que uno gana porque el otro pierde. El mundo de la redonda sugiere
varios factores, in situ o en las adyacencias de su epicentro, que componen y
enmarcan lo que realmente transmite.
Las hinchadas sostienen
un rol fundamental en ese sentido. La afirmación que indica que la gente
también juega su partido es más que valida para poder entender este fenómeno en
toda su plenitud. Con cánticos a favor u en contra, colmando las gradas y
acompañando a su equipo componen un estandarte primordial en el antes, durante
y después de que el balón comience a girar, más aún, si de un clásico hablamos.
El derby avellanedense
es uno de los de mayor envergadura en nuestro país. Características como la
sumatoria de campeonatos locales e internacionales entre ambas escuadras; la
locura que se vive en un ciudad tan grande y pequeña a la vez como Avellaneda;
la historia que compone la vida de ambas instituciones y la cercanía abrumadora
de sendos estadios, con apenas doscientos metros que dividen colores,
simbolismos y una vida de más de 100 años para ambos, son asteriscos que
podemos denotar para comentarle a cualquier foráneo sobre el vivir en la semana
previa al partido que todos quieren ganar. Porque acá o estás de un lado de la
vereda o del otro, aunque a veces las familias tengan componentes con tintes
rojos, entremezclados con otros celestes y blancos, típicos de un lugar en
donde la pasión inunda desde la bajada del Puente Pueyrredón, hasta el rincón
más recóndito de Wilde.
El día 25 de febrero
del 2006 no representaría 24 horas más para los nacidos en esta ciudad del
conurbano bonaerense. Esa tarde, a partir de las cuatro para ser exactos, diablos y académicos darían rienda
suelta al fervor ligado al balón nuevamente. La esquina de Colón y Alsina
parecía inundarse de camisetas cuya principal iconología era representada por
un escudo de sigla C.A.I. La interjección por donde entraba la parcialidad visitante
al Juan Domingo Perón estaba inundada por miles de personajes con remeras de
todas las épocas, pero con un denominador en común, envueltos en una nube roja de
algún loco que no esperó a entrar para explotar su pirotecnia y con el
característico humo proveniente de la parrilla que provee a los fanáticos de
comida en la previa y el post al cotejo en cuestión.
Anecdótico, pero no de
menor relevancia, será para nosotros el desarrollo y análisis del partido que
en minutos estaba por vivirse. El centro de esta crónica radica en el color y
el bendito folclore tan característico de nosotros. Ese tiempo, pese a que no
dista mucho de la actualidad, nos separa contundentemente en la temporalidad:
El local todavía otorgaba las dos bandejas para agasajar a los invitados de
turno; Julio Comparada era Presidente del Rey
de Copas; Sergio Agüero era un pequeño demonio con altas posibilidades de
emigrar hacia Europa; y Diego Simeone representaba a los vecinos en el banco de
suplentes, dando sus primeros pasos en la dirección técnica, sin siquiera
pensar que en el 2017 sería el candidato número uno para ocupar el lugar que dejó
bacante Edgardo Bauza en la Selección Argentina.
La popular y platea
visitante del Cilindro estaban
colmadas. Más de 15.000 independentistas se ocuparon de copar cada centímetro
cubierto por pintura celeste y blanca para sentirse más que locales y volverse
torazos en rodeo ajeno. Faltando diez minutos para la verdad, salen del túnel
los once elegidos por Julio Falcioni que serán parte de una nueva edición de
tamaña disputa. Seguido del cántico más popular en los tablones argentos,
pepelitos, serpentinas, bengalas y tirantes representantes de la divisa punzó
saltaron al campo de juego, pero con un condimento más nunca antes visto. Uno
de esos factores ignotos en el mundo del balompié, que se hizo presente en
aquel verano que repartía a los que disfrutaban de los últimos rayos de sol en
el mar y los agobiados por el calor de Buenos Aires.
El famoso Flynn Paff
era arrojado desde la tribuna para posarse sobre el verde césped a modo de
burla para con el rival. ¿El motivo? Una extraña, pero conmemorativa, camiseta que
la marca que vestía a R.C diseñó para ellos, con cuadros celestes y rosas
superpuestos y que generaron el mote de rosita
en la jerga popular. “El que no salta, es
un Flynn Paff…”, rezaba el cántico novedoso que bajaba desde la cabecera,
con las cámaras de televisión tomando la captura de ese momento y asombrados
todos por el recurso curioso para mofarse del eterno adversario.
Foto archivo. Así estaban la calles de Avellaneda. |
“Recuerdo
que los alcanza pelotas se mataban por agarrarlos”,
suma al comentario un espectador presencial de ese momento, que rememora la
gesta de ligada a la industria golosinera. “Fue
algo increíble porque no había redes sociales. Todo era de boca en boca”,
relata el amigo anónimo, destacando la labor de toda la falange, recalcando el
vox pópuli, mientras Facebook, Twitter o Instagram dormían en las todavía no
ramificadas ideas de sus creadores, en tiempos en donde la computadora tenía
como servicio principal al MSN o servía para matar el tiempo con juegos como el
Solitario o el Space Pimball 3D.
Como dijimos,
desmenuzar los estilos de juego y el resultado no es preponderante, pero es
imposible no recalcarlo. Una actuación estelar del Kun depositó a los nuestros en lo alto de la gracia y hundió al
oponente, bajo la atenta mirada de los bailes que protagonizó el hoy inmerso en
las filas del Manchester City, batiendo en dos oportunidades la valla de
Campagnuolo y desatando la algarabía para quienes sostienen la diferencia favorable
en el historial.
El final llegó y, con
él, la salida de los visitantes primeros, deslizándose por las entrañas del
centro hacia la avenida mitre, disfrutando de una nueva victoria, mientras la
comida y el alcohol volvían a girar entre los distintos grupitos, que componen
a una masa madre. Un dos a cero, con tintes dulces y la descripción del diario
Olé como síntesis global de todo lo que pasó: “La hinchada regó el área rival con caramelos: trató a Racing de amargo
y lo gastó por la casaca rosa y celeste. Fiesta”.
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